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viernes, 8 de octubre de 2010

Mis profesores

Al leer el reportaje que aparece en la página 19 A de La Nación de hoy (8 de octubre) volví, con mis recuerdos, cuarenta años atrás a la Universidad de Costa Rica, donde iniciando mis estudios de Derecho y Ciencias Políticas, tuve la fortuna de conocer y tener como profesores a don Alfonso Carro y a don Rodolfo Cerdas. Rememoro esos días llenos de ilusiones y de entusiasmo, de asombro cotidiano ante el cúmulo de conocimientos nuevos que llenaban nuestro espíritu en el Alma Mater, por medio de aquellas personas maravillosas que compartían con nosotros su saber y experiencia.

Fue realmente una fortuna que yo, humilde muchacha pobre, hija de una sevidora doméstica que ante la enfermedad invalidante de su esposo, tuvo que hacerse cargo sola de sus tres hijas desde muy joven, pudiera estar ahí y escuchar con deleite (a mis diecinueve años) a don Constantino Láscaris, a don Teodoro Olarte y a don Guillermo Malavassi hablarnos de filosofía, con la chispa y gracia española del primero, la profunda seriedad del segundo y la elegante oratoria del tercero. A don Rafael Lucas Rodríguez enseñarnos biologia con sus bellísimos dibujos de aves con que llenaba de colores la pizarra. Don Gil Chaverri nos enseñaba matemáticas. Doña María de Lines, quien nos llevó por América Latina con una mano suave llena de historia. Don Daniel Gallegos, con quien quise ser actriz, sin lograrlo. Don Marco Tulio Salazar, quien nos presentó a la desconocida sociología en las clases más amenas que puedan imaginarse. Y a todos ellos, los que injustamente olvido, profesores de Estudios Generales, con quienes empecé a caminar por el mundo de la cultura universal.

Y luego en la Facultad de Derecho !cómo olvidar las clases con don Fernando Volio, don Carlos José Gutiérrez, don Jorge Enrique Guier, don Edgar Cervantes, don Miguel Blanco, don Guillermo Padila! Las, por entonces, para mí ininteligibles pero maravillosas lecciones de derecho administrativo que nos daba el genio don Eduardo Ortiz al que yo escuchaba con la boca abierta. La presencia serena e inteligente de Sonia Picado, quien dignamente nos representaba a las mujeres en el cuerpo docente de la Facultad. Todos ellos destacadas figuras del gremio,que formaron varias generaciones de abogados con sólidas bases jurídicas y hondo sentido ético de la profesión.

Y mis apreciados profesores de Ciencias Políticas, liderados por el Director de la Escuela don Alfonso Carro a quien tanto admiraba y respetaba, sentimientos que aún perduran y reconozco en la emoción que me embarga al mirar su fotografía junto a Sonia. Ahí tuve el placer de escuchar a un muy joven Oscar Arias (futuro Premio Nobel) quien en ocasiones nos declamaba bellas poesías. A los simpatiquísimos Fidel Tristán, Eduardo Lizano y Carlos Monge. Al Padre Nuñez con su adusto ceño y su amplio conocimiento sobre sociología. A don Rodrigo Madrigal Montealegre con su característica voz pausada. Al brillante, pero igualmente exigente, don Jaime Daremblum, tan admirado como temido, entre otros muchos que omito citar, pero llevo en mi memoria con afecto.

Y entre ellos don Rodolfo Cerdas, que por entonces era para nosotras solo Rodolfo, con quien, en compañía de Marjorie y Cecilia, compartíamos gratas tertulias en la soda de la facultad. Rodolfo, un poco mayor que nosotras, era sin embargo nuestro profesor-compañero, amigo al que admirábamos con justa razón ya desde entonces, profesor cuyas clases eran para mí un escenario de derroche de inteligencia y conocimiento que disfrutaba al máximo.

Ha pasado el tiempo. Veo en la fotografía las canas de don Rodolfo y de don Alfonso, como veo las mías en el espejo. He sido testigo distante a lo largo de los años, de sus logros profesionales y de su crecimiento como figuras señeras en nuestra sociedad. Me enorgullece sinceramente decir que fui su alumna y que aprendí de ellos muchas buenas cosas. A ellos y a todos los que aún pueden recibir este mensaje les envío un saludo afectuoso y un agradecimiento. A don Rodolfo, además, una felicitación por el merecido homenaje de que fue objeto. Y a los que ya se han ido un recuerdo imperecedero.